Todo lo que tengo lo llevo conmigo by Herta Müller

Todo lo que tengo lo llevo conmigo by Herta Müller

autor:Herta Müller
La lengua: spa
Format: epub
Tags: No ficción histórica, Novela contemporánea - literatura extranjera
ISBN: 9788498414684
editor: Siruela


Trudi añade a esta canción que durante todo el invierno los muertos permanecen unas cuantas noches apilados y cubiertos con la nieve que se amontona en el patio trasero hasta que se endurecen lo suficiente. Que los enterradores son unos haraganes, que se limitan a partir los cadáveres en trozos para no tener que cavar una tumba, sino un simple agujero.

He escuchado con atención a Trudi Pelikan y advierto en mi interior un atisbo de los secretos latinos. La música anima a la muerte, ésta sabe mecerse a su compás.

Escapo de la música hacia mi barracón. En las dos torres de vigilancia ubicadas en la fachada del patio del campo, los centinelas permanecen enjutos e inmóviles como si hubieran bajado de la luna. De los focos de vigilancia fluye leche, del cuarto de guardia situado a la entrada del campo salen, risas que llegan hasta el patio, están emborrachándose de nuevo con aguardiente de remolacha. Y en el paseo principal del campo hay un perro guardián sentado. Tiene fuego verde en los ojos y un hueso entre sus patas. Creo que es un hueso de pollo, le envidio. Él lo intuye y gruñe. Tengo que hacer algo para que no se me abalance y le digo: Vania.

Seguro que no se llama así, pero me mira como si también fuese capaz de pronunciar mi nombre con sólo desearlo. Debo irme antes de que lo haga, camino a grandes zancadas y giro la cabeza un par de veces para comprobar que no me sigue. Una vez en la puerta del barracón, veo que todavía no se ha agachado a por el hueso. Aún me sigue con la mirada mientras evoca mi voz y el Vania. También un perro guardián pierde y recobra la memoria. Pero no se pierde y se recobra el hambre. Y la soledad es como ésta. A lo mejor la soledad rusa se llama Vania.

Me meto en mi catre vestido. Como siempre, por encima de la mesita de madera luce la luz reglamentaría. Como siempre que no puedo conciliar el sueño, miro fijamente el tubo de la estufa, con sus pliegues negros en la rodilla, y las dos piñas de hierro del reloj de cuco. Pero después recuerdo mi infancia.

Estoy en casa en la puerta del mirador, tengo el cabello negro y rizado y ni siquiera llego al picaporte. Llevo en brazos a mi animal de peluche, un perro de color marrón. Se llama Mopi. A través de la galería de madera, mis padres regresan de la ciudad. Mi madre ha enrollado la cadena de su bolsito rojo de charol alrededor de su mano para que no haga ruido al subir las escaleras. Mi padre, con el sombrero de paja blanco en la mano, se dirige a la habitación. Mi madre se detiene, me retira el pelo de la frente y me quita mi peluche. Lo coloca sobre la mesa del mirador, la cadena del bolsito de charol tintinea, y le digo: Dame a Mopi, o estaré solo.

Ella ríe: Me tienes a mí.



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